miércoles, 15 de mayo de 2013

De alguna forma que no entiendo, mi atención no logra enfocarse directamente en lo que siento. No hay plenitud en ello, ni tampoco hay racionalización que concrete esa demanda que, a la larga, echa raíces en el pecho, horadandolo lentamente como una lengua.
La única diferencia está en los sueños. En esa visión única que hace girar centrípetamente la conmoción de una energía, proscrita de amor, de voluntad, de razón, y que no lleva más nombre que el de su absoluto, ignorándome en todos mis destellos, por infraordinario y por entero.
Amo mis vacíos cuando surgen porque puedo nombrarlos. Amo mis oscuridades pues buscan por sí mismas que las nombre para brillar y en su destello elaborar una ruta en dirección a mis dolores, donde hoy, y podría decir siempre, encuentran el abrazo más cálido.
De esta casa que me habita brota un cuadro de sonidos puros. Es el manto sonoro del rompimiento de olas, donde su espuma trae consigo el oxígeno que afila sus rocas y amansa el polvo a mis pies.
Oro de atardecer: generaciones enteras llevarán tu nombre fundido.