lunes, 13 de agosto de 2012

un souvenir moral

Ayer tuve la intención de botar unas cajas llenas de papeles, llenas de textos que me entregaban en la universidad, muchos que acumulé tras estudiar psicopedagogía. Había algunos textos de psicología y filosofía, de libros que en alguna oportunidad imprimí para ahorrarme plata o para sencillamente creer que estaba explotando las máquinas que no me pertenecían. Algunas guías estaban nuevas, blanquísimas, nunca las leí, y nunca me interesó. Había también literatura. Encontré unos textos de Philip K. Dick que no recordaba haber impreso, pero cuyos títulos, si es que no lo han hecho desde ese momento hasta ahora, al parecer no han sido traducidos al español. Ciencia ficción Rusa había también; nunca la leí y no recuerdo en qué momento llegué a ponerla en esas cajas, cuando fácilmente pude haberlas quemado o tirado en el instante mismo a la basura. Soy Leyenda, Tercero a Partir del Sol y En Algún lugar del Tiempo, de Richard Matheson, se asomaban por ahí.

Encontré varios textos, poemas, y uno que otro intento de relato que había escrito hace tiempo. Unos diez años, por lo menos. La mayoría estaban impresos con mi nombre y evidenciaban haber sido escritos desde un correo. Algunos poemas estaban impresos dos, tres y hasta cuatro veces, con ciertas modificaciones y cambios que parecían verdaderamente innecesarios. Ninguna regla o truco gramatical los haría cambiar. Eran pésimos. Estaban incorregibles como la mayor parte de lo que sigo escribiendo hasta el día de hoy.
     Recordé el contexto en que los hice casi inmediatamente. No es necesario ahondar en eso.
Habían algunos correos a modo de carta, escritos en un tenor del que hoy me siento totalmente ajeno, como si los hubiera escrito otra persona. Algunas veces eran en tono altivo, insolente y soberbio; otras era bajo una pretenciosa bajeza psicológica y filosófica: algo así como una versión desinflada y ecléctica de quien no tenía más camino que el de declarar en fuga su enredo afectivo.

Encontré varias cartas de respuesta también. Eran respuestas directas, sin devaneos, sin distracciones morales, sin entuertos éticos, filosóficos o literarios, que ahora me parecieron suficientes. No hacía falta más palabras ni pensamientos. En algunas admitían amar, mira que palabrita, y en otras odiar. Pero quien partía la conversación estaba atolondrado, amaba y odiaba al mismo tiempo, estallaba ante cada posibilidad de riqueza o miseria.






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