Pienso más o menos en la historia que cada uno lleva encima.
Esa que aborrezco en todos [y en mí, por qué no] en la realidad, que por cierto
no es real al interior de nadie. Es esa historia, la etiqueta o el cartelito
que acarreamos y nos lleva a todas partes haciendo que nos entendamos como un
mensajito subliminal, reproduciéndonos quizás desde el subterfugio, y donde
tanto uno mismo como el resto puede frecuentar cuantas veces quiera lo que se
puede ser (¿"ser"?). Es decir, sobre qué hay dentro de la cajita que
lleva el mensaje, vaya uno a saber, pero ay! que podemos especular para
acoplarnos, ¿cierto?. Tal parece que queda ser adivinos e instintivos, hacernos de una
función con la cosas para que seamos vistos a conveniencia y no decir una sola
palabra en esta alienación sobreactuada.
Y sí, tal como en una comedia donde las mascaritas de la
invisibilidad están prohibidas.
Hablo más o menos de esto:
"[…] permanecían sentados frente a frente, mientras
imaginariamente intercambiaban la idea que él tenía de la idea de ella, la idea
que ella tenía de la idea de él, y la idea que ella tenía de la idea que él
tenía de la idea de ella. Era inexpresable la extrañeza patética de la
situación de la criatura y de su inocencia tan saturada de saber y tan diestra
en todas las diplomacias.” (Henry James)
Y de esto:
“El joven Descartes quería a una joven de su edad “que era
un poco bizca”, y cuyos “ojos extraviados” quedaron tan ligados a su pasión que
“mucho tiempo después, al ver a personas bizcas, él se sentía inclinado a
amarlas más que a otras personas”. (la duda cartesiana respecto de lo real)
Evitar la imaginación sería el asunto -o desconfiar un tanto, porque de otra manera
el mensaje, cuando uno quiera acercarse, sería esto otro:
"¡Deteneos! Lo mejor es enemigo de lo bueno, vais a
estropearlo todo…!" (La paradoja acerca del comediante, de Diderot)
No hay comentarios:
Publicar un comentario