viernes, 9 de noviembre de 2012



Pienso más o menos en la historia que cada uno lleva encima. Esa que aborrezco en todos [y en mí, por qué no] en la realidad, que por cierto no es real al interior de nadie. Es esa historia, la etiqueta o el cartelito que acarreamos y nos lleva a todas partes haciendo que nos entendamos como un mensajito subliminal, reproduciéndonos quizás desde el subterfugio, y donde tanto uno mismo como el resto puede frecuentar cuantas veces quiera lo que se puede ser (¿"ser"?). Es decir, sobre qué hay dentro de la cajita que lleva el mensaje, vaya uno a saber, pero ay! que podemos especular para acoplarnos, ¿cierto?. Tal parece que queda ser adivinos e instintivos, hacernos de una función con la cosas para que seamos vistos a conveniencia y no decir una sola palabra en esta alienación sobreactuada.

Y sí, tal como en una comedia donde las mascaritas de la invisibilidad están prohibidas.

Hablo más o menos de esto:

"[…] permanecían sentados frente a frente, mientras imaginariamente intercambiaban la idea que él tenía de la idea de ella, la idea que ella tenía de la idea de él, y la idea que ella tenía de la idea que él tenía de la idea de ella. Era inexpresable la extrañeza patética de la situación de la criatura y de su inocencia tan saturada de saber y tan diestra en todas las diplomacias.” (Henry James)

Y de esto:

“El joven Descartes quería a una joven de su edad “que era un poco bizca”, y cuyos “ojos extraviados” quedaron tan ligados a su pasión que “mucho tiempo después, al ver a personas bizcas, él se sentía inclinado a amarlas más que a otras personas”. (la duda cartesiana respecto de lo real)

Evitar la imaginación sería el asunto -o desconfiar un tanto, porque de otra manera el mensaje, cuando uno quiera acercarse, sería esto otro:

"¡Deteneos! Lo mejor es enemigo de lo bueno, vais a estropearlo todo…!" (La paradoja acerca del comediante, de Diderot)

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